bon obo



& nosotras ahí, paradas frente al mundo antiguo que es el agua, frente a su anatomía y sus cadáveres, hoy llena de restos y emigraciones de San Martín en el monte; nos vimos cautivadas por el color del canto, por los islotes creciendo en sus racimos. Cautivadas también por el zurcir de una madre que nivela el vuelo. Rajé mi pupila para no ceder al cierre de mi enfoque a los costados o a los torsos, tampoco dejar de reír a la reverberante vía. Ánimas de llantos informantes, hablan de adentro las vírgenes y los coros, esos coros de ángeles que se duermen bajo la puerta, de donde surge a galope toda electrificación de las bayas, de las rutas que suben por los venados y los tallos. El aire se inunda de vida llevando consigo todos los nudos en trifulca, nos desajusta el cabello y entonces viene a la vida un silbido a regresar lo primero en un carruaje de nieblas y disparos, se revienta de nuevo el músculo y la nave se desentona, se libera un llanto en la danza a orillas del precipicio, serpenteando por las razas donde los niños se extinguen, se deja el combustible en partes, se elevan las muchachas cantando como perdidas, se arropan con sentimiento, la balanza se nivela y se oye un latir terremoto, vienen ahora cabalgando en pajaritos de nubes. Los muchachos se dejan crecer las hiedras, suena en estruendo su masa de fuegos artificiales, de concavidades y néctar, de arremolinados cierres, tan plata sus mecanismos como un fulgor de rivera. Ahí se dice que viene la vida como un remolino de huecos, como los aislamientos dentro de una colmena: como decidir ir a pulso o eliminarse en el margen. Queda la vista sin rumbo pero también el soplo. Ir navegando a otros rumbos, cruzando las innumerables esferas. Rígido amor que se funde, viene a la luz la cosecha: el lodazal es el cuerpo que trae a la vida el árbol, como virtuosa orogénesis que viene enchinando las rectas. El corazón se desgaja, cae en la vena del cítrico, en su enredadera de surcos que forma el pincel del oxígeno. La boca se llena de paisajes y leonas, de rebotes que se despojan según su textura rítmica. Baila la curva que enlaza el cuadro en mis ventanas: el foco decae a las numerosas conchas, el sonido se escapa por los recovecos, abre su cascada de rebotes y de texturas, de ensoñamientos que abren la frente al sumergir mis dedos en el árbol. El porvenir se depara como desollamiento en la reja: el ámbar resana la noche y el padre arde en legiones de espuma, anhela una pronta caída de las prisiones y los marcos, la madre reviste el vacío que explota en el cuenco de barro. Vienen los cachorritos untados de miel y de lunas, sus trágicos cuerpos fundidos bailaron las olas, nadaban trayendo altitudes, en ellas tallamos las claves que habitan el marmoleo de los claros, tejiendo cadenas de arcilla, que brilla con magno lingote grabado en las playas de cianobacterias, en la ondulación de sus lindes: el punto de fuga de donde se expulsa el germen, de donde sale el disparo de leche a la suavidad de sus labios, también se dirige el rayo a poblarse de vicisitud. Nadan los peces para que exista el agua, el aire despega sus membranas, o las rasga; los granos revientan en la tibieza del pozo y toman del bosque el conducto para modificar sus partes. Hablan los cuerpos con dolo, el verano marca las grecas en sus ruinas, dicen que la tierra retoña como viscosa sangre, o se desliza en las vetas de su trompita tierna, explota en su pelo de osamentas. Después del tifón llega la quema a desnudar la noche con su sonido de yerba.

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